martes, 20 de enero de 2015

¿Creer en el dios de mi religión?

Actualmente, a fuerza de dudar de todo, hemos caído en un exceso de relativismo y éste se ha convertido en el dios del hombre de hoy. Su máxima se resume en “todo es relativo”. Por un lado, las religiones son acercamientos parciales a la idea de dios y suelen estar limitadas por un sistema de normas, creencias, dogmas, mediatizadas por la limitada visión humana. Por otro lado, las religiones no dejan de ser un camino para la búsqueda de ese “dios”, nombrado con diferentes significados, a quien se puede adorar y que introduce al hombre en el terreno de lo misterioso e inabarcable. Algunas personas suplantan al dios de las religiones por otros dioses que, por sí mismos, todavía tienen menos consistencia y entidad, como para asegurarnos el “bien ser” que buscamos. Se ha sustituido la religión por la adoración a pequeños dioses que les parecen útiles para salir adelante en el ahora del presente como son el dinero, el poder, el trabajo, la tecnología, las vacaciones, etc.… Desde la antigüedad y quizás con mucha más fuerza, con la entrada de la postmodernidad el hombre ha conseguido matar al Dios con mayúscula y lo ha cambiado por un politeísmo de pequeños dioses a su servicio. Reverenciar a un ser desconocido, inefable, misterioso, cuando no se es capaz de rebajarse ante nada ni nadie, no está bien visto en quien presume de su ateísmo. Supone un ejercicio de sumisión que al ciudadano normal le chirría en su concepción de igualdad con el resto de los seres. Tiene un costo demasiado alto y susceptible de convertirse en una traba e impedir que hagamos con nuestra vida lo que nos apetezca. La concepción de cualquier dios que no sea el que ha sido creado por el mismo hombre, tiene tintes de autoritarismo casposo. Es someterse al dios que se concibe como retrógrado y totalitario.

Heredados de la mitología griega figuran los grandes dioses conformando una jerarquía en la que el dios Zeus se encuentra en la zona más alta de las deidades. Todos ellos sometidos a un poderoso y agresivo padre que contempla a sus hijos como sus principales rivales a los que hay que suprimir y engullir antes de que les arrebaten su poder. Adorar a un dios poderoso que se alimenta en el interior mismo de los hombres, hace que la persona se convierta en un competidor cuya carrera se limita a tener más poder, más dinero, más influencia en la sociedad utilizando los medios que se encuentren a su alcance para derrocar a quienes le puedan superar en alguno de sus dominios.  Adorar en este sentido significa buscar la propia fortaleza en las fuerzas personales intentando sobresalir sobre los demás. Si el esfuerzo no es suficientemente potente permanecerá en el sometimiento hasta que descubra cómo eliminar al ser superior reverenciado como modelo y paradigma de la razón de ser de su vida. Una vez destruido el dios reverenciado se nombra poseedor del trono conquistado y centra su preocupación en mantenerlo a costa de utilizar a sus súbditos para beneficio personal. De la misma manera que Zeus blandirá el rayo, su arma preferida, para destruir las cosas y a los hombres que se atrevan a desafiar su voluntad. Es una carrera sin medida hacia el cielo de la soledad. Cuando cree que está alcanzando sus mejores metas se encuentra con la realidad de sus debilidades no aceptadas en ningún momento. La desconfianza le ha hecho creer solamente en sí mismo y ese es su principal enemigo a quien no reconoce. Y, sólo es cuestión de tiempo y de oportunidad, otro mucho más fuerte que él le enviará al infierno del abandono. 

Tal vez, después del paso de tantos años, no hayamos avanzado tanto en el descubrimiento del dios que merece la pena adorar. Quizás los paradigmas de religión adoptados por el hombre no han variado demasiado en su origen.  El hombre ha creado a sus dioses y los ha sometido a sus intereses, o bien su aspiración ha sido descubrir al único dios de su interés. En el primer caso lo podríamos centrar en las religiones politeístas y en el segundo en las monoteístas. Está claro que las personas no se plantean en su vida si son monoteístas o politeístas y en función de la opción estructuran sus valores fundamentales. Ni creo que hagan como aquel alumno de primaria en una escuela católica en la que el profesor de religión le pregunta,
- “¿Cuántos dioses hay?”
-A lo que el niño le responde, “Ocho”.
-“Muy bien, hijo mío”, y le sonríe el profesor con cierta ironía.
-“Pues lo he dicho a ojo”, comenta el alumno sorprendido de su acierto.
La religión ha sido y es un pilar fundamental para el ser. En el fondo del corazón humano se desarrolla una búsqueda apasionada por engarzar la vida de alguna manera, en el espacio y el tiempo, con el cosmos y los seres existentes en nuestro universo. Y es el conocimiento de la muerte, como una realidad inevitable, la que nos empuja a escoger la llave que abrirá las puertas de nuestro destino. Desde el mismo instante que nacemos nos encaminamos hacia la muerte. Podemos hacer como si esa evidencia no fuera con nosotros, pero ello no impide que tarde o temprano nos enfrentemos a ella. Acercarse al encuentro de la muerte con naturalidad ayuda a apreciar la vida con mucha más intensidad.

Desde este punto de vista puedo entender un poco mejor el sentido de la libertad humana. La capacidad de escoger, de elegir la belleza que me transporta en el camino de la felicidad hacia el destino que tanto deseo. Caminar a tientas en la elección que me ofrecen las diferentes religiones es un dilema esencial para el ser humano. Nada ni nadie te garantiza con rotundidad que la consistencia de tu fe te transporte al estado de máxima felicidad. Y mucho menos si se concibe la fe, en el caso de los católicos, como aquello que nos da dios para poder entender a los curas, expresando de forma jocosa la actitud de la gente que, sin profundizar en su experiencia interior, bromea despectivamente del sentido de la religión.


El hombre se encuentra solo ante su porvenir eterno. “A mis soledades voy, de mis soledades vengo,..” como señala en su poema Lope de Vega. ¿A quién adorar, en medio de este laberinto existencial? Y la pregunta nos sumerge de forma reiterada en la misma esencia de la condición humana. Apunto dos respuestas posibles ante este gran dilema. Si la religión, concebida desde el punto de vista ideológico, contribuye a que el individuo se sienta confiado, en que de esa forma satisface sus deseos de asirse a algo misterioso que le da fuerzas para dar lo mejor de su persona, entiendo la opción de vida. Aunque también contemplo la posibilidad de caer en el peligro de sacar lo peor del corazón humano en aras a cumplir unas ideas “religiosas” que la persona orienta erróneamente. La segunda respuesta, la oriento hacia aquellos creyentes que profesan una fe explícita, enfocada con humildad a crecer en una humanidad en la que su dios les ayuda a conseguirlo. Profundizar en los valores más relevantes del ser humano, reflexionando y haciéndose consciente de su alcance, contribuye a descubrir la misteriosa conexión entre la naturaleza humana y la existencia de la divinidad que le transciende.
De "Caminar a tientas"

1 comentario:

  1. el dios de la religiones está muerto hace dos mil años, el renacimiento fue el punto de inflexión y los hombres entendieron que el gran dios d ela vida reside en ellos, por eso mismo fue necesaria para las iglesias la contra reforma y la vuelta a la negación de la divinidad del hombre, pero dios no existe sin el hombre, como tampoco existe la metafísica divina sin el hombre, entre otras porque dios es un nombre genérico y los cristianos adoráis la incongruencia, la insostinibilidad del señor sin nombre.Haces bien en comentar el tema de las ideologías, en definitiva los grandes ideólogos siempre habéis sido los sacerdotes y los mal llamados teólogos, pero recuerda esto: el gran dios de la vida está en los hombres y en la mujeres que vivimos libremente ajenos a vuestras ideologías.

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