La escuela era pequeña, tenía dos aulas y cada una
de ellas presidida en el centro por una estufa de leña, con un tubo unido al
techo por el que salía el humo. Durante los fríos inviernos era muy apreciada
por alumnos y maestro. Encima de la pizarra estaba colgado el crucifijo y a la
derecha del encerado el dibujo de un calendario con el día, mes y año en curso.
Una veintena de pupitres con asientos abatibles de madera. En el centro y a la
derecha de la mesa, sendos tinteros de porcelana insertados en unos agujeros
destinados para ello. El maestro cada día encargaba a dos niños de llenarlos
con tinta azul que previamente había preparado en una botella de relleno.
Recordaba la tonadilla de las canciones que enseñaba Don Antonio para que todos
los niños aprendieran la tabla de multiplicar. Una por una es una. Una por dos
es dos.., El patio escolar no existía y era sustituido por la calle del pueblo.
Durante el recreo daba tiempo de acercarse a casa, comer un pequeño bocadillo
de salchichón (¡qué rico le sabía!) y
además jugar un partido de fútbol con sus compañeros. Las porterías estaban
delimitadas con dos piedras gruesas en medio de la calle y cualquiera de la
clase entraba en el equipo que menos gente tuviera. Algún pescozón
repartía el maestro cuando no se cumplía
con los deberes estipulados, pero no se tomaban como castigos dañinos, sino
como correcciones necesarias para la educación. David recordaba lo mucho que
aprendió con aquel maestro. Le impactaba el afán que tenía por aprovechar todos
los materiales escolares. Recogía los grandes carteles que anunciaban
espectáculos y los recortaba en formato de folio para que los niños pudieran
hacer las cuentas por la parte no escrita. De alguna manera se había adelantado
a los tiempos actuales cuidando con el reciclado el medio ambiente.
De "El Mago Mangarín"
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu opinión me interesa mucho.